SABERSE RETIRAR A TIEMPO
Todos
nos creemos necesarios para manejar la nave donde bogamos, como si no hubiera
quien pudiera substituirnos en el timón.
El
día que entierran al esposo, la pobre viuda solloza, a los cuatro rumbos, que
siente por igual la muerte del marido y la falta que les va hacer a los hijos. Cierto,
pero acaso los hijos podrán crecer y educarse como si viviera el papá. Aquel director
de escuela piensa sin decirlo—aunque a veces lo dice—que al término de su
período está seguro de que bajaría el nivel y el nombre del establecimiento. El
encargado de un departamento comercial está convencido que sólo en sus manos
todo se maneja a la perfección. El editorialista de un periódico piensa que,
sin su firma, el periódico disminuirá su circulación. Y así las mil y un cosas.
Nos
creemos indispensables en nuestras obras. Pero las obras que valen un tesoro
que perduran por su propio valor intrínseco, más bien que por el impulso dado
desde fuera, del organizador. El buen organizador es aquel que asegura el éxito
y la perdurabilidad de su obra para cuando falte.
Muchas
obras prosperarían si supiéramos retirarnos a tiempo.
Es
inevitable el impacto de la gente joven que viene desplazando a los cansados, a
los inadaptados. O renovarse o morir, que no hay remedio.
La
juventud, sin el desencanto de los que tienen “experiencia”, sin la amargura de
los fracasos que dejan un sentimiento en el alma, sin el derrumbe de las fuerza
físicas, sin el criterio pobre de que sólo vale lo antiguo, sin la filosofía
machacona de que “en mi tiempo se hacía así”, está más apta para constituirse
en la conductora de ideas, de obras, de hombres.
Los
viejos desprecian a los jóvenes por su inexperiencia, como los jóvenes achacan
a los viejos su demasiada experiencia. Pero la juventud es el único defecto que
se quita sin trabajo y cada día que pasa irremediablemente se tiene que corregir.
En
cambio, eso que llaman “experiencia”, no es, a veces, sino cautela inoperante,
inercia temerosa, falsa prudencia, falta de audacia y recuerdo de los propios
fracasos.
Hay
viejos que espiritualmente se conservan jóvenes, y estos son en verdad los
experimentados. Aquellos que, a pesar de los años mantienen la agilidad de la
mente y el arrojo de la voluntad. Pero el quejumbroso, el amargado, el que todo
le pone “peros”, ese puede ser todo lo que quiere, menos un hombre con
experiencia.
La
experiencia es la comprensión de lo antiguo y lo actual, el equilibrio del
juicio, la enseñanza del pasado, junto con la previsión del futuro. La ciencia
práctica de las cosas que varían indefinidamente. El criterio firme en los
principios y flexible en las conclusiones. Lo demás no es experiencia, sino
resentimiento con la vida, con los hombres.
Experiencia
y ancianidad suelen ser sinónimos, pero son dos cosas tan distintas. Claro está
que el viejo hay que exigirle más experiencia que el joven, puesto que ha
tenido más oportunidad para adquirir la ciencia de los hechos prácticos. Más no
todos los viejos han aprovechado esas oportunidades. Y cuántos, con menos años,
adquirieron aquel sentido práctico para saberse conducir en las diversas
situaciones de la vida, siempre multiforme como el mar.
Al
joven con deseos de trabajar, no lo dejan porque le falta experiencia, y cuando
la obtiene, ya no puede trabajar. Si fuera porque faltara la mano de obra, o
porque no existiera más “material humano”, perfectamente. Pero no sucede eso en
la generalidad, habría quién lo reemplazara. Más por una secreta unidad, él no
quiere alejarse.
Nada
tan doloroso para un torero como despedirse de los ruedos. Nada tan doloroso
como entregar el puesto a nuestro sustituto. Pero nada tan necesario en bien de
las obras mismas que fundimos o amamos, como abandonar el cargo, entregar el
mando y saberse retirar. Y más vale antes que después, la nave, sin la
dirección de nuestra mano, acaso enfile a mejores playas. JAP.
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